Por Agustín Kazah
-Ya no tienes más caballo- sentenció el pequeño Kevin de sólo once años. Kevin no es rubio, ni de ojos celestes, ni está solo en su casa... tal vez ese es su problema, parece que nunca salió de ella. Afuera la imponente ciudad de Cusco.
Kevin movió su torre cuatro casilleros hacia adelante. -Te toca- se limitó a decirme. Yo era su huésped, vivía en su casa; con su familia, como lo hacen miles de turistas al año. Represento un ser anónimo para el niño, alguien que le presta cierta atención, intentando fingir algún interés en una partida de Ajedrez. Seguramente, a esta altura del viaje en Tarapoto, Kevin ya me olvidó.
-Ya no tienes más caballos- repetí burlón, al tiempo que en que mi alfil ganaba el casillero de su último equino.
Minutos más tarde se produjo el primer Jaque que el pequeño superó con cierta destreza -vale aclarar que recibió ayuda de Marra, mi compañero y amigo de viaje-. A él y a Guido los habíamos encontrado, precisamente, en esa misma mesa del hostel “La casa de la abuela” mientras desayunaban enfrentados ante el objeto de deseo... pero esa es otra historia. A través del ventanal, Cusco seguía imponente.
-Jaque mate- alardeé esta vez como si estuviera compitiendo contra el jugador más experimentado del Perú. Ahora sí, lo había derrotado: mi oponente de once años estaba atrapado, sin jugada posible, como estuvieron los Incas en esa misma ciudad unos cientos de años atrás, acorralados ante la amenaza española. No obstante algunos de ellos corrieron mejor suerte
que Kevin y pudieron escapar a otros sitios. Dicen que algunos llegaron a pagar 200 dólares para atravesar el novedoso “Camino del Inca” y llegar a la ciudad de Machu Picchu (tómese la ultima oración con el sarcasmo propio de un resentido viajero latinoamericano abrumado por lo comercial del turismo).
-Ya no tienes más caballo- sentenció el pequeño Kevin de sólo once años. Kevin no es rubio, ni de ojos celestes, ni está solo en su casa... tal vez ese es su problema, parece que nunca salió de ella. Afuera la imponente ciudad de Cusco.
Kevin movió su torre cuatro casilleros hacia adelante. -Te toca- se limitó a decirme. Yo era su huésped, vivía en su casa; con su familia, como lo hacen miles de turistas al año. Represento un ser anónimo para el niño, alguien que le presta cierta atención, intentando fingir algún interés en una partida de Ajedrez. Seguramente, a esta altura del viaje en Tarapoto, Kevin ya me olvidó.
-Ya no tienes más caballos- repetí burlón, al tiempo que en que mi alfil ganaba el casillero de su último equino.
-Y tu tampoco- replicó Kevin, volviendo a destacar su anterior jugada.
Minutos más tarde se produjo el primer Jaque que el pequeño superó con cierta destreza -vale aclarar que recibió ayuda de Marra, mi compañero y amigo de viaje-. A él y a Guido los habíamos encontrado, precisamente, en esa misma mesa del hostel “La casa de la abuela” mientras desayunaban enfrentados ante el objeto de deseo... pero esa es otra historia. A través del ventanal, Cusco seguía imponente.
-Jaque mate- alardeé esta vez como si estuviera compitiendo contra el jugador más experimentado del Perú. Ahora sí, lo había derrotado: mi oponente de once años estaba atrapado, sin jugada posible, como estuvieron los Incas en esa misma ciudad unos cientos de años atrás, acorralados ante la amenaza española. No obstante algunos de ellos corrieron mejor suerte
Ni siquiera ese lugar se llamaba Machu Picchu entonces. Ese nombre le dió a su descubrimiento Hiram Bingham, cuando ya nadie habitaba allí, ni quedaban más Incas para preguntarles como se llamaba la ciudadela.
En fin, llegamos a las ruinas de Machu Picchu con Guido, Tito y Marra, atravesando los pueblos de Ollantaytambo, Santa María y Santa Teresa -este ultimo cobró especial importancia al ofrecernos el saneamiento de nuestros cuerpos fatigados en sus aguas termales-.
Al día siguiente caminamos tres horas sobre las vías del “Peru Rail”, único medio de transporte para llegar a Machu Picchu (esta vez dejo absoluta libertad para que formule su propio sarcasmo o ironía...como ayuda sólo agrego que el viaje en este tren también se paga con dólares americanos).
Llengando a Machu Picchu se largó a llover y no paró hasta el día de la partida. En el punto panorámico de las ruinas cerré los ojos y escuché tambores que provenían del centro de la ciudad perdida, pero al abrirlos sólo distinguí el contingente de turistas brasileros que tomaban fotografías con sus gorritos naranjas que los diferenciaban de otros miles.
De vuelta en Cusco volvimos a alojarnos en “La casa de la abuela”. Esta vez Kevin sonreía con particular excitación. Al tiempo de nuestro regreso, sin saludar siquiera, me mostró el tablero de ajedrez.
-Ahora no tengo ganas- le dije, y me retire a mi habitación.
*Foto1: Machu Picchu
*Foto2: Camino alternativo
*Foto3: Kevin
*Foto2: Camino alternativo
*Foto3: Kevin
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