26.12.09

Mujeres sin-seno (quita parte- final)

El viaje de la Ayahuasca

Concertamos una cita para toma ayahuasca con un chamán local. El brujo tenía unos setenta años y una cara redonda y suave como la de un bebe. Nos pidió que lo llamásemos Lobo. Estaba oscureciendo cuando llegamos a su choza hecha de paja, hojas de palmera y tierra. Tres mujeres de la comunidad nos acompañaron hasta el biombo de la entrada y tras éste desaparecieron. No las volvimos a ver. El brujo nos preguntó si teníamos algo para beber. Le convidamos agua fresca y limpia del termo. A pesar de la sed, yo no bebí. Lobo depositó el termo en el suelo, a sus pies, y se arrodilló frente a una cazuela hecha de barro y chamote. Contra un rincón de la choza tenía un pequeño atril con una cruz de madera, una imagen de la Virgen, plumas y paquetitos de cigarros que, cuando nos convidó, supimos que eran de tabaco negro. El Chamán se quedó un tiempo en silencio, de rodillas y con la mirada posada sobre la tierra. Sólo se incorporó para tomar más agua. Su ayudante estaba sentado a su lado con las piernas cruzadas y en dirección al atril. Se rascaba permanentemente la nariz y cada tanto echaba una mirada al biombo. Según la tradición las mujeres no pueden presenciar el ritual.

El Chamán comenzó a cantar bajito. No pude distinguir ninguna de las palabras que salieron de su boca, pero el mismo sonido se repitió una y otra vez. Sacudió una pequeña escoba sobre la casuela de barro mientras a silbaba la misma melodía. Un arqueólogo de Trujillo me había contado que eso se hacía para ahuyentar a los malos espíritus que podían meterse en la ayahuasca. El brujo agarró una botellita de plástico llena de ayahuasca. Echó el espeso líquido verde sobre la casuela y la bebió de un saque. Se limpió la boca y siguió canturreando. Un olor ácido avanzó sobre la choza. Tal vez alguno de los presentes tosió para quebrar el silencio. No lo sé. La ansiedad, mezclada de miedo y nervios, me comía. Quería probar la ayahuasca, pero a los brujos no hay que apurarlos.

Noté un sabor amargo en la boca, parecido al que se tiene en un ataque de náuseas. Le devolví el cuenco al chamán. En cuestión de minutos sentí un gran vértigo y la choza comenzó a girar. Una sensación similar a una borrachera me obligó a recostar. Tuve recuerdos de mi infancia como fogonazos y me vino la imagen de mi viejo en terapia intensiva. Estaba completamente inestable, luché por disipar esas ideas y me repetía: “que se me pase, que se me pase”. Me levanté violentamente y salí. Me acosté junto a un árbol y vomité tres veces. Oí arcadas desde el interior de la choza.

Debieron pasar varios minutos, tal vez horas, hasta que alguien se presentó junto a mí. Sentí unos suaves golpes de un pie descalzo en las costillas. Abrí los ojos, y aunque todavía no veía claro, noté que estaba rodeado por unas hermosas mujeres desnudas. Una de ellas, al parecer su líder, se agachó, me miró con odio y me levantó de un manotazo. Advertí con escalofriante asombro que todas se habían mutilado el seno derecho como aquellas mujeres que lucharon contra Heracles y Aquiles en Troya para que sus flechazos fuesen más certeros. Las mujeres sin seno exploraron mi cuerpo, alguna gimió. Su líder me beso en la boca y luego me rodeó el cuello con las manos para estrangularme. Yo no tenía fuerza para resistirme. Un frío intenso me estremeció el cuerpo. Francisco Orellana fue el primer hombre blanco en navegar el Amazonas. Desde ese día la historia de su cuenca mutó en una tragedia griega y sus marcas aún yacen como estigmas en el cuerpo del continente. Como las sin seno (ama-zonas) que ahora me matan en este relato. “Señor ¿quiere entrar a descasar a la choza?”. No, gracias, alcancé a decirle al ayudante del brujo. Y seguí recostado mirando el cielo de la selva mientras me desintegraba en la tierra.

18.12.09

Mujeres sin-seno (cuarta parte)

Selva

Jorge, el capitán del Eduardo III, nos acompañó hasta la casa de Moisés, un hombre nacido en Chachapoyas, la comunidad más grande del río Napo, afluente del Amazonas. El hombre se radicó en Iquitos para abrir su negocio de turismo. Allí discutimos un buen tiempo el precio y la cantidad de días que íbamos a pasar. Cerramos en 50 soles la jornada durante una semana y media, es decir 500 soles cada uno (casi 600 pesos argentinos). Un alojamiento barato y precario en Lima cuesta alrededor de 25 soles.

Moisés nos llevó en su bote a motor hasta el refugio del Alto Amazonas a orillas del Requena. El ‘Campamento de Moisés’ es un complejo con tres chozas en las que alternan sus seis hijos y sus siete sobrinos que hacen de guías y preparan la comida para los visitantes. La morada principal es espaciosa con una larga mesa de tabla en el medio en la que comen 20 personas. El lugar se aprovecha para colgar las hamacas protegidas por un rollizo mosquitero. En la segunda sólo duerme la familia de Moisés y la tercera está reservada para los turistas que están dispuestos a pagar un espacio más privado con cama con colchón y mosquitero. Nosotros compartimos la choza con unas chilenas y una pareja de argentinos. La habitación privada estuvo desocupada hasta que vinieron James y Sophi, un feliz y aventurero matrimonio de California. Jo.

El encuentro con la selva es inenarrable. Navegamos alrededor de 10 horas por el río Ucayali hasta que se funde con el río Marañón. Esa unión forma al negro y profundo río Amazonas que atraviesa de lado a lado el cuerpo del continente. Sus aguas tienen la calma ciega de un insecto. La vida fluye de su paisaje y el sonido es un concierto de especies exóticas. “Una vez, en cuarto grado, mezclé todos los colores de las témperas y me quedó un verde opaco pero lleno de profundidad y vida. Me sentí tan orgulloso de mi creación que lo bauticé ‘verde natureza’. Y ese color un día volvió. Ese es el color que me rodea y reviste la selva: todos los colores en orgía explotando en un gran verdemulticolor. ¿Será por eso que todos se sientan atraídos a conquistarlo?”. Esa fue mi primera y casi única anotación en toda mi estadía en el Amazonas.

Los primeros días fueron de caminatas y paseos por ríos y cochas (lagunas) que rodeaban al campamento. Nos proveyeron de unas gruesas botas de plástico para evitar que una serpiente nos clavase los colmillos. La omnipresencia de la humedad tropical, el calor y los zancudos obligan a usar ropa suelta pero que cubra bien el cuerpo. Yo me puse un poncho impermeable sobre el torso desnudo y un pantalón de jogging largo. En esas pequeñas expediciones vimos monos choros y perezosos que se nos acercaron por curiosidad y hambre. Nos persiguieron delfines de río y camugos sobrevolaron nuestra marcha. Además, alimentamos con nuestra sangre a más de dos mil especies de mosquitos. Éramos el espectáculo de la selva.

Pasamos tres noches en la comunidad de Puerto Miguel, donde Nilton, nuestro guía e hijo de Moises, nos hizo alojar por una familia. Es decir, colgamos nuestras hamacas con mosquitero en una pequeña habitación vacía. Nos solíamos levantar temprano con ansias de salir a explorar la selva, pero Nilton prefería dormir hasta tarde. Desayunábamos a eso de las once y entre que se decidía qué íbamos a hacer terminábamos por salir después del mediodía. Puerto Miguel se llama así en honor a un soldado que se distinguió durante la guerra con Colombia en 1940. Le pregunté por el asunto al hijo de Moisés y me dijo “sí”, fue un soldado que hizo algo en la guerra. “¿Qué fue lo que hizo?”, “bueno... hizo algo”.

La selva, se sabe, es inmensa. Los árboles son altos y sus ramas grandes y anchas como techos. Su fisonomía cubre el cielo y a las cinco de la tarde sólo unos hilitos de luz dan cuenta de la existencia del sol. Rodeados de insectos y animales exóticos, abriéndose camino con machetes entre la maleza, realizamos lentas y extensas caminatas. Los zancudos se proponían drenarnos. Nos alimentamos con frutas y tomábamos agua de las raíces que cortábamos de los árboles. Además de Nilton, nos acompañó Yefri, uno de sus primos (digamos que su función era salir corriendo a buscar ayuda si nos picaba algo venenoso). Los muchachos raspaban árboles y guardaban pedazos de corteza para vendérselas como muestras a científicos. Chuchuhuasa, Huairuro y Lupuna, son sus favoritos. De esas sabias salen los componentes principales de muchos remedios. Les pagan 1 sol por tres piezas. Luego, si les interesaba, los llevanban hasta el árbol: "Necesito dinero. Así gano más de lo que me da mi padre".

De las cuatro noches que nos habíamos propuesto acampar a la intemperie estuvimos sólo dos. En temporada de lluvias las crecidas del río alcanzan cifras extraordinarias (el record se registró en 1999 con 120 metros sobre el nivel del mar) y al mirar la nueva orilla que arrojaba la mañana Nilton se desconcertaba. Todos los años se reportan alrededor de 70 damnificados, viviendas destruidas y varias hectáreas de cultivos arrastradas. El día que decidimos volver para el campamento amanecimos encerrados por plantas flotantes. A Yefri lo notamos muy preocupado. Demoramos casi toda la tarde en encontrar el camino de regreso. Los pescadores con los que nos cruzábamos no mostraban mucho interés en explicarle a nuestro guía cómo llegar, sólo lo hacían a cambio de que les comprásemos sus pescados. Eran muy baratos, pero no todos ellos comestibles. Volvimos avanzada la noche con más de veinte presas en un balde. Jo.

11.12.09

Mujeres sin-seno (tercera parte)

Iquitos

El puerto de Iquitos parece detenido en el tiempo. La costa del río Ucayali es territorio de serpientes, cóndores y tortugas gigantes llamadas charapas –de ahí que el apodo a los exiliados de la selva en Lima- . Las proximidades tienen pinta de haber sido devastadas por una inundación no muy lejana. Máquinas oxidadas, chatarra abandonada por todos lados. Aguas pantanosas por las calles y alumbrado que no funciona. Los hombres que van a embarcar se concentran en un bar frente a una casa en la que viven y trabajan cinco putas. Los tipos toman largos tragos de aguardiente. Las mujeres se quedan sentadas en la puerta, bajo la luz pelada de una bombilla, esperando.

La base naval, en contraste, está bien iluminada. Balastros y reflectores. Se trata de un bloque gigante de cemento pintado de verde con ventanas venecianas y una flameante bandera con bastones rojos y estrellas blancas sobre un fondo azul en la entrada. Está cercada y rodeada por petizos morrudos y armados que lucen anteojos negros y toman Coca-Cola. El complejo tiene un aeropuerto internacional privado, calderas con agua potable caliente (un lujo) y una pequeña oficina de National Geographic anexada que sólo le da información a los investigadores y científicos sajones que van a hacer su trabajo a la reserva Pacaya-Samiria, la más grande del país y la segunda de la hoya amazónica.

La arquitectura del centro de la ciudad es típicamente peruana: construcciones coloniales, colores ocres, la plaza de armas con la fuente seca y una iglesia con agujeros en forma de los sacrificios de oro y plata que fueron saqueados. Tiene un pequeño centro comercial con cuatro o cinco locales muy lujosos para un consumidor fantasma. En la calle principal hay un hotel cuatro estrellas de una cadena estadounidense. Nada de esto existe en el resto de las ciudades del departamento de Loreto, ni siquiera en ciudades importantes del norte de Perú como Chiclayo o Piura. En la puerta de uno de los locales se concentran niños que observan con admiración la vidriera. El local se llama Santa Cruz y vende ropa de surf en dólares. Una remera de neoprene cuesta lo que 50 kilos de papas negras. Jo.

4.12.09

Mujeres sin-seno (segunda parte)

‘Eduardo III’

Llegamos a Trujillo de madrugada. Nos sorprendió una ciudad con una destacable arquitectura colonial. Arquería, piedra labrada, puertas trapezoidales, adobe y ocres pintaban y daban forma a la urbe. “Acá se hacían pajas de oro y plata”, arrojó sobre la suntuosa Iglesia del Carmen mi compañero que hacía poco se había licenciado en Historia. En cuanto amaneció nos escapamos a la playa que tenía de antesala a una pequeña localidad llamada Huanchaco y en la que pasaríamos unas noches antes de ir al puerto de Yurimaguas.

Conocimos a una muchacha de Iquitos que se ocupaba de la limpieza de la casa en donde nos alojamos. Nos ofreció una bombilla que se habían olvidado unos argentinos y nos pidió que le “regalásemos” unos mates (sinónimo de compartir en Perú). La chica era agradable y muy mona. Bajita y quebradita, ojos bien redondos y negros, una cintura que dibujaba el recorrido de los ríos tropicales y unos pechos grandes y apretados. Daniela, así se llamaba, nos contó que el Amazonas es la historia del caucho, que alumbró la fortuna de parte de la oligarquía, así como el cacao y los arrasados bosques. Su geografía se convirtió en el cementerio para los obreros reclutados a cambio de moneditas, como le sucedió a su padre, al padre de su padre y al padre del padre de su padre. La mala explotación y la ausencia de un marcado que demande los últimos pedazos del Perú provocaron que la mayoría de la población migrara a Lima, donde los recibieron con miedo y discriminación. Esa historia no se la contaron a los taxistas limeños. Jo.

Sólo una empresa hace el recorrido hasta Iquitos y su flota está compuesta por tres naves iguales. “Están bien rotas y andan bieeen lento. Además, el tiempo de viaje depende de cuántas veces los paren los paisa que viven a orillas del río”, agregó Daniela. Este barco-balsa también suple la conexión comercial entre los pueblos que los gobiernos abandonaron hace más de medio siglo. El pasaje incluye tres comidas diarias: desayuno, almuerzo y cena “lleven cuencos y espumadera”. Asimismo, para poder dormir hay que hacerse de una hamaca paraguaya y buscar un buen lugar donde colgarla o bien dormir en bolsa sobre el metálico piso. Nosotros alternamos.
La tercera mañana de Trujillo decidimos marchar al puerto. El viaje duró casi dos días, aún el tramo de la ruta que cruza la cordillera estaba resbaladizo y en el final del trayecto el chofer debió detenerse tres veces para sacar las piedras que huelguistas bananeros habían colocado hacía unos días. Nadie sabía el motivo de la protesta ni su resultado.

Llegamos al puerto de madrugada. El Eduardo III estaba amarrado hacía dos días y los pasajeros anhelaban que al fin partiera a la mañana siguiente. Colgamos una hamaca que le compramos a un portuario borracho por 20 soles cerca del comedor. Debajo extendimos la bolsa de dormir con las mochilas. Congeniamos con nuestros vecinos que repitieron la misma advertencia de Daniela: “hay que dormir con los oídos abiertos”.

El barco estaba viejo y oxidado. El sistema de agua corriente no funcionaba y las condiciones del baño son indescriptibles. La gente del interior se toma la cosa con relajo, no tiene problemas en echar al río sus desechos. La comida es grasienta. El arroz y el plátano sancochado (banana verde sin sabor hervida en sal) redundan todas las raciones hasta el empacho. El problema no es la cantidad, como pensamos en un principio, sino la variedad: pronto andaríamos con el vientre seco. El capitán, con quien mantuvimos una buena relación, insistía en lo rica que era la comida del barco. “Riquísima” mentíamos. El tipo era simpático pero algo parco, nos había prometido contactarnos con una gente que nos llevaría a la selva.

Lo interesante del Eduardo III era convivir como si fuese un vecindario flotante de 150 personas. Despertamos la curiosidad en los niños por parecer “gringos” y por nuestros quehaceres, como tomar mate, sacar fotos y leer en voz alta. Conocimos a muchas personas con quienes intercambiamos ideas, modismos y costumbres. Nos parecieron exageradas las advertencias sobre los robos, aunque no puedo generalizar puesto que no lo frecuentamos más de dos veces. Los únicos momentos de “alerta” eran cuando el barco se arrimaba a la costa para que la gente de alguna comunidad subiese a vender sus productos (frutas, pescados, artesanías). “Hay gringos que ocultan su equipaje dentro de costales de harina”. El mito de inseguridad atraviesa toda América latina: siempre está latente la idea de que te quieren robar o matar por cualquier cosa. Aún hoy cuando comento alguno de mis viajes recibo como respuestas “estás loco” o “¿Les pasó algo?”. Lo mismo sucede cuando vas al quisco de la vuelta de tu casa después de las diez. El mito consiste en mostrar al mundo a través de los ojos del hombre blanco. América latina no es una novela un tanto peligrosa. Si los riesgos fueran reales sería estúpido imponerlos. Jo.

28.11.09

Mujeres sin-seno (primera parte)

Por Juan Carlos Dall'Occhio

“La historia es un profeta con la mirada vuelta hacia atrás: por lo que fue y contra lo que fue, anuncia lo que será” imprimió Galeano en las Venas Abiertas. América latina sufre el peso muerto de España y el saqueo hoy se hace carne en toda la región. Perú es en donde más se siente. La plaza principal de Miraflores, el barrio más paqueto de Lima, se llama John F. Kennedy. Lo curioso es que originariamente se la denominó Manco Capac -primer cacique Inca- y se la reemplazó en los noventa por ordenanza del alcalde Alberto Andrade, hace poco fallecido en Washington. La avenida más importante de este mismo barrio se llama Francisco Pizzarro, cabeza del genocidio Inca. El centro está minado de franquicias como Mc Donald’s, Starbuck, Pizza Hut, Hoyt’s Cinema. Caminando con oído freak se escuchan inflexiones de español contaminados de expresiones yankis. El look mirafloreño toca una nota desafinada en la triste melodía peruana. Eso sí, fuera de ese pequeño perímetro posmoderno está el presente. Millones de peruanos de todas las regiones: serranos, costeños y charapas que migraron a la ciudad por urgencia. Y bajo esa misma urgencia viven; hacinados en casas de cartón, tapados por la mugre, rodeados por afiches de publicidades y campañas políticas, pintadas de la Alcaldía como “prohibido orinar y defecar en la calle”. La Liverpool del siglo XIX sería un palacio. “Ellos son los que están mal”, por eso los taxistas de cabinas enrejadas no te quieren arrimar, por ejemplo, a Villa El Salvador, un barrio que se fundó en 1971 por los sin techo provenientes de las tierras altas y que fueron reubicados por el gobierno en una zona semidesértica sin ningún servicio. Los indigentes están dispuestos a matarte. La gente de la ciudad odia y teme a los del interior, quizás porque conservan sus costumbres indígenas.

El día que llegué a la capital peruana me encontré con un muchacho que, como yo, quería conocer el Alto Amazonas. Decidimos tomarnos el tiempo necesario para averiguar cuáles eran las mejores opciones para ir hasta Iquitos, capital del departamento de Loreto, ciudad más próxima a las comunidades de la selva. Esta metrópoli, al igual que Leticia en Colombia y Manaos en Brasil, está asombrosamente más desarrollada que grandes ciudades con mayor densidad de población del Perú. En realidad sorprende por la lejanía y lo dificultoso de su acceso, pero el hecho de ser la puerta de entrada a la magnánima reserva acuífera y forestal, entre muchas otras riquezas, deja de sorprender. Iquitos y Leticia, además, tienen instalada una base naval estadounidense. De Manaos fue depuesta hace más de 10 años. Jo.

Por aire y agua son las únicas formas de llegar. Nuestro presupuesto hizo fácil la elección: fuimos en barco, claro, aunque de cualquier manera hubiese elegido ese transporte. Nunca me fié de los viajes en avión, la sensación de elipsis, la anulación de espacio-tiempo, descolocan a cualquier ser animado. El viaje en barco, asimismo, tiene dos opciones: viajar en bus 20 horas desde Lima hasta Pucallpa, una gris y fría ciudad-puerto, y desde allí navegar cinco días río arriba hasta Iquitos. O bien seguir por la costa hasta Trujillo, donde podríamos relajarnos en las calientes playas del Pacífico, y hacer conexión a Yurimaguas, la otra ciudad-puerto de la que parten naves a la selva que demoran cuatro días.

Si bien la diferencia en tiempo entre las dos rutas, a priori, es mínima, en aquel momento el servicio meteorológico vaticinó una gran tormenta en la cordillera que provocaría derrumbes y bloqueos en las carreteras. Enero y febrero son los meses favoritos para el encuentro entre el altiplano y la lluvia. Por ese motivo proliferó la idea de caminar Lima unos días más y luego ir a Trujillo a esperar que el tiempo abra el destino en forma de selva.