De camino al Círculo Español para ver una película al aire libre pasamos con Guido frente la inmensa puerta de madera de La Casa Simón Bolivar.
No sé si él golpeó para hinchar las bolas, o sin darse cuenta, o si sólo amagó con el puño cerrado y no golpeó en absoluto.
Cien pasos más adelante, por una de esas callecitas escurridizas, terminaba el casco histórico. Nunca habíamos salido, pero ni bien hubimos pasado la primea cuadra empezaron a salir prostitutas y vagabundos, y nos hacían señas, amistosas o de amonestación, asustados ellos mismos, encogidos por el miedo. Señalaban hacia la puertaza de madera que habíamos pasado y nos recordaban el golpe en le portón de Guido. Los dueños de La Casa Simón Bolivar nos demandarían, y seguido vendría la deportación.
Yo estaba muy tranquilo, y tranquilicé también a Guido que parecía preocupado. Probablemente él ni siquiera había golpeado, y si lo había hecho en ninguna parte del mundo iban a probarlo. Traté de hacerle entender eso a la gente que nos rodeaba. Me prestaban atención, pero se abstuvieron de emitir opinión, no estaban acostumbrados a hacerlo. Después dijeron que no solamente Guido sería demandado sino también yo, en calidad de amigo suyo. Yo negué con la cabeza sonriendo.
Todos volvimos la mirada hacia la callecita oscura, de la misma manera de como, antaño, debieron haberse observado a los piratas avanzar por el mar Caribe. Y efectivamente, pronto vimos entrar a unos bici-policías por la puerta gigante totalmente abierta. Se levantó una polvareda; ocultó todo; únicamente se veía centellear los rayos de las ruedas de las bicicletas. En seguida se dirigieron hacia nosotros. Quise obligar a Guido a irse, yo les explicaría a los policías. Él se negaba. Pero lo convencí cuando le recordé que al otro día empezaba a laburar en la librería y no tenía que meterse en quilombos. Finalmente, me hizo caso y se fue para la pensión.
En seguida llegaron los bici-policías; sin bajarse preguntaron por Guido.
-No está-, dije asustado,-pero va a volver-.
La respuesta fue recibida con indiferencia. Lo que, ante todo, pareció importante fue que al menos me encontraron a mí. Se trataba de dos señores: uno hombre joven, con aspecto de Decano, y su silencioso ayudante, a quién le dió el nombre de Elías.
Me ordenaron que entrara al edificio público que estába a unos metros. Lentamente, moviendo la cabeza de un lado a otro, jugando con las mangas de mi mochila, caminé bajo la atenta mirada de los policías. Todavía creía, casi, que bastaría una palabra para que yo, hombre de la Gran Ciudad, fuese puesto en libertad.
Pero no bien crucé, el Decano se había adelantado de un salto y me esperaba allí y le dijo a su ayudante:
-Este joven me da lástima-.
Pero, sin lugar a dudas, esto no quería aludir a mi actual situación, sino a lo que pasaría conmigo dentro de un tiempo.
El edificio público parecía una celda carcelaria: oscuro, grandes lozas de piedra, paredes completamente desnudas. ¿Podría no gustar otro aire que ese de la prisión cotidiana? Ésa es la gran pregunta, o mejor dicho: lo sería si aún tuviese perspectivas de ser liberado.
Foto: Círculo Español, Cartagena de Indias de Guido.
*Cover de Franz Kafka "El portón de la Quinta"